viernes, 29 de enero de 2010

El fenómeno de empoderamiento femenino y el discurso mediático: Análisis de dos artículos del periódico EL PAÍS

Por Ana Gabriela Jiménez Cubría
Lo Otro
No mentía Simone de Beauvoir cuando afirmó que la mujer es lo otro. A partir de esta categoría la humanidad ha sido dividida en un exclusivo gremio de identidades reafirmadas por siglos y siglos de formas simbólicas que aluden al éxito, al poder, al poder de la razón, a la dominación y el triunfo. Los miembros de este club han gozado históricamente del privilegio de nombrar y categorizar al mundo, darle un orden, moldear sus estructuras, designar lo que se conoce y lo que se desconoce. Así, la mujer se convierte en una categoría que nomina a lo que no es hombre, en una negación del ser ontológico: lo que no soy yo, lo otro.
Pero nos encontramos aquí y ahora en el siglo veintiuno, el occidente democrático. Y hemos sido testigos de revoluciones, guerras, matanzas y toda clase de manifestaciones sociales a favor del poder para el pueblo. La revolución francesa no solo pugnaba por el poder para el pueblo, sino que además lo hacía bajo las consignas de libertad, igualdad y fraternidad. Este discurso ha sido repetido en Europa como en América, de norte a sur, hasta que llegamos al punto en el que podemos decir sin temor a equivocarnos que la democracia es algo a lo que todos aspiramos, no importa dónde hayamos nacido o cuándo.
Y cómo no aspirar a la democracia, el sueño de la autodeterminación, del poder de decidir sobre la propia vida, sobre el propio camino. Sin embargo este discurso no ha sido planteado, desde su origen, como algo para todos. Ha sido y es un ideal moldeado a conveniencia del patriarcado. La democracia es una idea que no contempla a las mujeres ¿por qué? ¿Cuál es el caso de que los otros ostenten el poder, si son todo lo que no somos nosotros?, vayamos más allá y preguntémonos lo siguiente: si el gremio empoderado de lo masculino engloba las características más convenientes para el ejercicio de la polis –fuerza, raciocinio, autoridad, cultura- y el grupo de las otras ostenta como características justamente lo opuesto –debilidad, emocionalidad, sumisión, o naturaleza- ¿Cómo podemos pensar que las mujeres son aptas para el poder?.
En un milenario ejercicio de la forma lógico-lingüística de “la parte por el todo”, las mujeres nos vemos doblemente perjudicadas e infravaloradas. En primer lugar, porque es únicamente una mitad de la humanidad (la mitad masculina) la que se toma para hablar de todo el conjunto de seres humanos, de manera que bajo este principio androcentrista, el mundo es un mundo de hombres, no de mujeres y es el varón, su experiencia y sus valores, la medida de todas las cosas. Esto es a lo que Sheila Benhabib llamó Universalismo Sustitutorio. En segundo lugar tenemos hablar de la mujer, ese otro, es hablar de una masa homogénea compuesta, en sentido estricto, de anti-hombres, como si se tratara de contraponer materia y anti-materia. No podemos distinguir de entre ese grupo a los elementos que lo componen, puesto que, a diferencia del grupo masculino, no está conformado por individuos, sino por una serie de elementos que no pueden diferenciarse uno del otro.
Un ejemplo de esto es el tratamiento discursivo que se da a los casos de mujeres que ostentan cargos de Jefas de Estado, puestos que tradicionalmente han ocupado varones. La muestra paradigmática del poder, en la forma de cargos públicos democráticamente electos, la cima de la pirámide, presidentas, primeras ministras, cancilleres. Este nuevo fenómeno recibe un tratamiento mediático y social que repite el viejo ejercicio del universalismo sustitutorio, y que en su versión posmoderna del siglo XXI nos dice: Una decena de mujeres han conseguido el poder, por lo tanto las mujeres tienen el poder.
Debemos tener cuidado con creer semejante falacia, puesto que construcciones como estas son falsas incluso cuando hablamos desde la postura androcentrista que dictaría, por ejemplo: Un pobre ha llegado al poder, por lo tanto los pobres tienen el poder. Para que la idea democratizadora de esta construcción tuviera efecto de verdadero, sería necesario por principio eliminar la categoría pobres, puesto que esta lleva en sí misma la ausencia del poder. Así mismo cuando hablamos de la primera construcción, la categoría mujeres sigue siendo por sí misma una categoría que designa a una masa homogénea, cuya esencia radica en la ausencia de poder.
Líderes rompedoras
V
ayamos al artículo de EL PAÍS titulado “Líderes rompedoras” escrito por Francisco Peregil, referente al mencionado fenómeno de las mujeres en el poder. El artículo habla de los casos de Michelle Bachelet, que acababa de ganar las elecciones presidenciales de Chile en el ahora lejano 2004, Angela Merkel, entonces canciller de Alemania, Ellen J. Sirleaf, Presidenta de Liberia, y Helen Clark, Khaleda Zia, y Luisa Diogo, primeras ministras de Nueva Zelanda, Bangladesh y Mozambique, respectivamente.
Peregil habla de “Líderes Rompedoras”, ¿rompedoras de qué precisamente? Como si se tratara de la panacea, el autor se refiere a la corrupción y mala fama que tiene el mundo político actual, al que han llegado estas mujeres para romper con el vicio. La mujer, con esa esencia pacificadora y moral incorruptible (el autor habla de que “cercanía”, “confianza” y “transparencia”) ha llegado para acabar con todo aquello que anda mal con la política, al mismo tiempo que queda resuelto el largo conflicto de la desigualdad entre los sexos, pues la mujer ha llegado al poder, y para muestra un botón.
El artículo contiene una lista de anécdotas sobre las reacciones ante este nuevo fenómeno, entre ellas llama a mi atención que se recoja la del Presidente colombiano Álvaro Uribe que llamó a Bachelet después de las elecciones para felicitar “a la mujer chilena y a la mujer latinoamericana”. Vale la pena preguntarse si alguien llamó a Vicente Fox en el año 2000 para felicitar al hombre mexicano y al hombre latinoamericano. Esto no ocurre porque no es necesario acotar con el denominativo hombre a la persona en cuestión. Se sobre entiende que estamos hablando de un individuo masculino susceptible de participar en procesos democráticos y ostentar el poder. Que una Michelle Bachelet haga lo mismo es una excepción, una novedad, o en todo caso un buen tema para escribir un artículo en un periódico importante de gran circulación.
Pero Peregil va más allá, e incluye en su discurso la pregunta planteada por la BBC al respecto: ¨¿Pueden la mujeres ser mejores dirigentes que los hombres?”. El planteamiento de tal pregunta para el debate público es precisamente lo que la postura feminista debe poner en cuestión, ¿podemos debatir sobre la igualdad y la democracia partiendo de definir a la mujer como contraparte del poder?, ¿porqué es necesario plantear preguntas que siguen encasillando a lo femenino como un colectivo que desde su histórico desempoderamiento ha colocado a uno de sus elementos en posición de dirigir a una nación?.
Daniel Innerarity escribe también para EL PAÍS, esta vez desde una postura más crítica al sistema patriarcal en su artículo “El poder de las mujeres” y de su discurso podemos obtener algunas respuestas. Innerarity señala el caso de Ségolene Royal, candidata socialista a las elecciones presidenciales de Francia en 2006, propuesta por sus compañeros socialistas como apuesta por la cercanía a la gente, calidez y calidad moral, atributos tradicionalmente femeninos que más adelante servirían para descalificar su aptitud para ostentar el cargo de la presidencia francesa por sus mismos copartidarios. Y es que, como apunta Innerarity, A Royale no se le presentó como a cualquier otro candidato, no se enfocó la atención a sus credenciales –que eran en mucho parecidas a las de cualquier otro político francés- a su formación, a su experiencia en la gestión pública, sino a los atributos que Royale ostentaba como miembro del colectivo femenino, en palabras del autor: “Detrás de esto hay una manera de entender la paridad que ha pretendido promover a las mujeres defendiendo la feminidad como el suplemento de la política, como su reverso”.
Y es que planteamientos como el de la candidatura y posterior derrota y descalificación de Royale no hacen más que rearmar la postura patriarcal de la cual se origina la desigualdad. Partiendo de argumentos que subrayan la diferencia no es posible la equidad, pues la democracia es un discurso que plantea relaciones igualitarias entre individuos, y no entre masas, entre homogeneidades.
El discurso que califica al empoderamiento de algunas mujeres como fenómeno rompedor no hace otra cosa que alejar a cada una de nosotras de la esfera pública, y de la toma de decisiones que desemboquen en la autodeterminación de los individuos independientemente de si estos son varones o mujeres. La causa es el discurso y las consecuencias siguen empoderando a la hegemonía patriarcal mediante la legitimación por sobre representación, la parte por el todo o artículos como el de Francisco Peregil.
No está de más incluir aquí un segmento del texto de Innerarity que me parece bastante acertado: “La dominación masculina puede […] promocionar alternativas femeninas con la seguridad de que no ponen en peligro el reparto de funciones que asegura su hegemonía. A lo que más tememos los hombres no es a una mujer, mucho menos si es mujer-mujer; lo que más nos incomoda es un individuo”.

Conclusión: Perdemos por partida doble
S
i entendemos que el lenguaje es un elemento humano que construye estructura, que hace posible la comunicación de lo que como seres humanos somos, que hace posible la creación de los conceptos como herramientas del pensamiento y que nos convierte en seres simbólicos, es en el lenguaje mismo en el que debe hacerse el énfasis de la lucha por la equivalencia de los géneros. Los medios de comunicación, como en este caso la prensa, han sido dotados, acaso equivocadamente, del poder del discurso, del poder del lenguaje mismo y de su transmisión. Esa función pedagógica malamente atribuida a los medios nos sigue enseñando que el paradigma patriarcal puede disfrazar, incluso acomodar su discurso de acuerdo con la situación histórica, pero seguirá aplicando la premisa totalizadora de la parte por el todo, en la cual, cada uno de los individuos sale perdiendo, el individuo femenino pierde por partida doble.