Hace pocas semanas se conmemoró
el aniversario 58 de la ciudadanía de las mujeres en México. Distintas instituciones
y personalidades nacionales acostumbran a pronunciarse al respecto, se
organizan eventos, se establecen programas, se recuerda a aquellas personas que
intervinieron en esta lucha.
Es interesante
pensar que en nuestro país aún vive una inmensidad de mujeres que al nacer no
tenían derecho a ser ciudadanas mexicanas. En el mejor de los casos nuestras
madres nacieron en el amanecer de la igualdad legal en México entre hombres y
mujeres. Nuestras madres fueron educadas por mujeres que nacieron y crecieron
sin el derecho a la ciudadanía, y a partir de esa generación la cuenta atrás se
construye por personas que vivieron sus vidas en un mundo en el que la
inferioridad de las mujeres era parte de la cotidianeidad.
La ciudadanía,
término engañoso, no es únicamente pertenecer a tal o cual país, tener un pasaporte,
votar o ser votada, sino que implica ser receptor de una serie de derechos y
obligaciones en calidad de sujeto que vive en sociedad y participa en la
construcción de su contexto. La ciudadanía tiene como eje fundamental el
derecho a la toma de decisiones que afecten a la propia vida cotidiana. Ese
poder de decisión que en México se obtiene al cumplir 18 años, le fue negado a
la mitad de la población hasta 1953, durante el gobierno de Miguel Alemán. Hasta
entonces, para efectos legales, las mujeres mexicanas eran consideradas menores
de edad, infantes, incapaces de decidir.
Quienes
nacimos después de la citada fecha hemos recibido una educación carente de
modelos, de ejemplos a seguir en cuanto al ejercicio de la ciudadanía. En el
cine y en la televisión observamos a mujeres cuyo ámbito de decisión aún se
limita al arreglo personal, al ámbito doméstico o a las relaciones amorosas. Las
excepciones a la regla gozan de una dudosa reputación cargada de connotaciones
negativas. Un claro ejemplo de personajes ficticios con rasgos de
independencia, autodeterminación o simple ruptura del modelo tradicional es
Doña Bárbara, encarnada por María Félix en 1929. Esa Doña Bárbara, empleadora y
propietaria, pero amargada y hostil, no era ciudadana del país que la engendró,
no lo era si quiera la actriz que interpretó su papel en la época de oro del
cine mexicano.
El modelo de ángel del hogar, madre abnegada, mujer
de su casa, fiel esposa y pilar moral del núcleo familiar, ha sido la norma en
la construcción de personajes típicos literarios, cinematográficos y
televisivos, sin ningún interés por la vida pública, la polis, lo que ocurre
más allá del dintel de la puerta.
Otro caso
interesante es el de la Sra. Banks, integrante del movimiento sufragista,
activista y progresista burguesa, ni más ni menos que la madre de los niños a
cargo de la dulce y cantarina Mary Poppins. Fiel a la línea patriarcal
anglosajona, Disney diseñó en 1963 la historia de un ángel del hogar de reemplazo para la casa familiar, que tuviera
cualidades modélicas, como se describe en el propio argumento del filme: “dulce
pero firme”, en contraposición a la mujer que por perseguir un ideal político
abandona a sus hijos. Padre capitalista más madre abandonadora, igual a vacante
para señorita guapa, bien vestida y con dotes histriónicas que además hace
magia y es capaz de solucionarlo todo con un poquito de azúcar. Al final la
Sra. Banks termina por utilizar una de sus bandas de propaganda sufragista como
cola para la cometa de sus hijos. El discurso no está ahí por casualidad.
El modelo aquí
utilizado no es más que una versión un tanto más elaborada de aquellos
estereotipos largamente utilizados mediáticamente para reflejar el papel
deseado de las mujeres en la sociedad: cenicienta (favorito mexicano), La Bella
Durmiente, Blanca Nieves –por mencionar a historias protagonizadas por
personajes femeninos- o Bambi, El Rey León, Mickey Mouse, Dumbo, en donde la
ausencia de lo femenino hasta en la antropomorfia brilla por su ausencia, o su
falta de relevancia argumental.
Hemos tenido
la fortuna de nacer en un mundo de igualdad formal entre hombres y mujeres,
pero seguimos criándonos entre estereotipos que en el mejor de los casos
subrayan la desigualdad, y en el peor de los casos omiten la existencia de las
mujeres en la vida pública, lo que imposibilita la igualdad vivida, la igualdad
real.
La ciudadanía
de las mujeres ha sido un asunto complicado de lograr, tanto que apenas tiene
poco más de medio siglo que gozamos de este derecho. La ciudadanía, como
concepto, fue creado por y para varones allá por la época de los clásicos.
Ideas tan avanzadas como los derechos humanos excluían de sus beneficiarios a
las mujeres, y aún ahora existen países, como los Emiratos Árabes Unidos, en
donde las mujeres no gozan de derechos políticos. Y es que ser ciudadano o
ciudadana no es fácil, como todo derecho conlleva responsabilidades, unas
responsabilidades que podrían empezar por elegir sabiamente el tipo de mujeres
a las que seguimos y admiramos, el tipo de discursos que nos ofrece esta sociedad
saturada de información. Detectar, al menos por sentido común, aquello que nos
representa.
En un país con
catorce mil muertas (que no muertos) anónimas a cuestas, 1% de alcaldesas y
solo 12% de mujeres representantes en el congreso, pero con 51% de mujeres en
su composición demográfica, algo huele a desigualdad, a falta de
representatividad. Sin caer en generalizaciones, es necesario reflexionar sobre
qué denominadores comunes tenemos las mujeres de aquí y ahora. Se me ocurren
algunos: constituimos entre todas, a la mitad de la población del mundo, si
atendemos a las estadísticas, nueve de cada diez mujeres mexicanas ha padecido
de violencia familiar o de género, por lo que casi todas conocemos de primera
mano algún caso de maltrato o violencia contra mujeres; a todas nuestras
ancestras les han sido negados derechos como la educación, la propiedad, la salud
sexual y reproductiva; y por último: todas tenemos el derecho de ser
ciudadanas. Aprendamos cómo ejercer este derecho.